Anatomía de la identidad
Escribe: Rubén Manasés ACHDJIAN
Desde el comienzo de la experiencia editorial de HUMUS, la identidad fue uno de sus temas más relevantes. En los primeros artículos escritos a principios de los años ochenta intentábamos responder con cierta suficiencia a la pregunta sobre qué significaba, para nuestra generación, ser descendientes de un pueblo milenario pese a que estábamos afincados en Argentina, un país geográficamente tan alejado de nuestras "tierras ancestrales".
Releyendo algunos de esos artículos, muchas de las afirmaciones allí vertidas me suenan demasiado categóricas, emocionales, desmesuradas incluso. Hoy, luego de tanto tiempo, difícilmente esté dispuesto a suscribir muchos de esos argumentos, aunque sí quiero rescatar aquella vocación juvenil de plantearnos ciertas discusiones que no solo mantienen su vigencia, sino que han ido mutando con el paso del tiempo.
En las últimas décadas, el debate sobre las identidades produjo no solo una notable cantidad y variedad de literatura sino que, además, impulsó la creación de campos específicos de investigación en la filosofía y las ciencias sociales. En lo que respecta a este ensayo, me ocuparé exclusivamente de las identidades nacionales, en general, y de la identidad armenia en particular.
Las discusiones sobre las identidades nacionales recobraron actualidad como consecuencia del "mundo fragmentado", parafraseando a Castoriadis[1]. El mundo actual -posmoderno, posindustrial o como se lo quiera denominar-, se aleja cada vez más del viejo cosmopolitismo, en referencia a aquel proyecto moral e intelectual de la modernidad de los siglos XVIII y XIX que pretendía transformar al aldeano rústico o al burgués pueblerino en un "ciudadano del mundo". Ante la visión de un mundo que se fragmenta, han surgido los particularismos para dar una respuesta más o menos convincente y tranquilizadora a grandes porciones de la humanidad.
Todo este proceso, caracterizado por un repliegue desde la generalidad hacia la particularidad, permitió la irrupción, a escala global, de lo que algunos autores denominan microidentidades o transidentidades. Desaparecidas las "grandes ficciones orientadoras" de la modernidad (hablo de dios, estado, partido, mercado, patria, nación, etc.) el vacío dejado por ellas fue suplido por un vago relativismo: todo depende, todo vale, todo es aleatorio. Aquellas ficciones de la "modernidad sólida", al plantear identidades inconmovibles, brindaban a los seres humanos notables grados de seguridad y certidumbre mientras que en la "modernidad líquida" -en la clásica definición de Zygmunt Bauman- los rasgos salientes de las sociedades son, precisamente, la volatilidad de sus valores y creencias y el debilitamiento de los vínculos humanos. Las microidentidades estarían expresando este nuevo estado de cosas.
El viejo modelo cartesiano de identidad fija, sustantiva, se desvanece en pro de una multiplicidad de identidades que van más allá del concepto unívoco de identidad. Los espacios desaparecen y las identidades se tornan aleatorias. Se intenta ir más allá de lo estipulado, de lo establecido, dando lugar a las transidentidades como aquellas identidades que intentan ir más allá de lo cartesiano, en un intento de solucionar la crisis de identidad desatada, la indeterminación y la imposibilidad de responder a la pregunta fundamental de "quién soy yo". (Jáuregui y Méndez: 2007, 33)
En sentido contrario a lo que se pensaba en los años noventa, la globalización no condujo a la humanidad hacia un "mundo expandido" sino que, por el contrario, la replegó sobre sí misma, la empujó hacia los particularismos. En lo que se refiere específicamente a las "identidades nacionales", tampoco ellas lograron permanecer al margen de la transformación que señalo.
Si observáramos, a vuelo de pájaro, el planisferio político advertiríamos, por ejemplo, que en la actualidad existen más de 40 estados nacionales que hace cuarenta años atrás eran inexistentes: en efecto, todos ellos obtuvieron su reconocimiento a partir de1980 en adelante; entre ellos, la República de Armenia. Como bien sabemos, el proceso independentista armenio fue uno entre los muchos emergentes que surgieron del nuevo escenario internacional que, a principio de los años noventa, se conformó en Asia y Europa luego de la disolución de la Unión Soviética y del bloque socialista en Europa del Este.
A su vez existen otros 10 países -que podríamos llamar "estados de facto"- que aún no han obtenido su reconocimiento como entidades soberanas por parte de la comunidad internacional, entre los que se encuentra la República de Artsaj, tal como actualmente se denomina a la ex República del Nagorno Karapagh.
Las transformaciones globales que menciono no solo afectaron a los llamados "estados nuevos", sino que, en algunos otros países que se consideraban definitivamente consolidados, emergieron antiguos proyectos secesionistas que, basados en diferenciaciones étnicas o culturales hoy expresan fuertes demandas políticas de autonomía e, incluso, de independencia: hablo, por ejemplo, de los separatismos catalán y vasco, en España, del ensav (movimiento) bretón en Francia, del soberanismo del Parti québécois en Canadá o de la siempre latente independencia escocesa, que ha vuelto a adquirir relevancia luego del Brexit.
Como puede verse, el viejo problema de las identidades -que gira, una y otra vez, alrededor de la pregunta fundamental acerca de "quién soy yo"- ha adquirido actualmente una complejidad que era impensada para nosotros -al menos, lo era para mí- hace cuarenta años.
La modernidad, como sistema de articulación de ideas y relatos, les ofrecía a los seres humanos ciertas seguridades y certezas que les permitían compartir una visión más o menos homogénea del mundo. Llegada la modernidad a su fin, se impusieron nuevas formas de fragmentación que aún están esperando ser interpretadas y resueltas.
La construcción de una identidad.
¿Qué significa la identidad? A partir de una definición usual, bastante rudimentaria, se trata de un sistema de atributos que nos permite constituirnos como sujetos y, al mismo tiempo, reconocernos (y ser reconocidos) como integrantes de una entidad colectiva (tribu, clan, comunidad, etc.).
Lo que la definición que acabo de dar no menciona -y he aquí la primera complejidad del problema que abordamos- es que toda identidad es una construcción del discurso: la narración, el relato que cada individuo hereda y transmite acerca de su propia vida y la de sus antepasados le permite "permanecer en sí mismo", a pesar de los cambios que experimenta a lo largo de su vida. La narración identitaria que aquí señalo debe, asimismo, contener y articular los siguientes elementos.
1. La construcción de la identidad es, sin dudas, un proceso complejísimo que se desenvuelve en la esfera de la cultura e implica, como requisito inicial, la fijación de una frontera más o menos clara entre un "nosotros" y "los otros".
2. En tanto frontera, la identidad opera en el plano de la diferencia antes que en el plano de la equivalencia: somos A, porque no somos B, C o Z. Si, por el contrario, asumiéramos que A, B, C y Z son entidades equivalentes, la identidad simplemente desaparecería.
3. En tanto discurso, la identidad oscila continuamente entre la permanencia (conservación) y el cambio (transformación). La paradoja que surge de esta dialéctica entre permanencia y cambio podría expresarse de la siguiente manera: hoy seguimos siendo quienes somos porque logramos conservarnos tal cual somos, pero cada día que evitamos transformarnos nos aproximamos más a nuestra propia desaparición.
En nuestro caso específico, el discurso de la identidad armenia se construyó y se sostuvo sobre tres singularidades que son, precisamente, los elementos principales que nos diferencian y que nos sirven de frontera respecto de otras identidades nacionales. Me refiero a las singularidades étnica, religiosa y lingüística.
La singularidad étnica en el relato identitario de los armenios registra una historia continua de 4.500 años de antigüedad. Generalmente, el pueblo armenio explica su origen por medio de una leyenda fundacional, cuya primera narración se le atribuye a Movses Jorenatsí. Esa leyenda cuenta la batalla que se libró en la ladera del monte Ararat entre el patriarca (nahabed) Haig, quien derrotó y dio muerte al rey de Babilonia Pel (también llamado Nimrod) para establecerse junto con su familia en ese territorio. La interpretación científica sostiene, en cambio, que el pueblo armenio -en tanto etnia singular asentada sobre un territorio circunscripto a fronteras identificables- se inició en la Edad de Bronce y que su etnogénesis deriva, sucesivamente, de los imperios Hitita, Hayasa Azzi y Nairí. Ya en la Edad de Hierro, la línea genealógica de los armenios atraviesa al reino Urartú (1000-600 a.C) y a la dinastía Yervanduní (Oróntida) hasta llegar a nuestros días.
La singularidad religiosa de los armenios radica en el hecho de que, si bien comparten con muchos otros pueblos del mundo su condición cristiana, su organización religiosa mayoritaria (la Iglesia Apostólica Armenia) es estrictamente nacional, de modo tal que "etnia" y "fe" se articulan en una misma trama identitaria. La iglesia armenia se fundó en 451, a raíz de las controversias dogmáticas surgidas luego de Concilio de Calcedonia y es conducida por un Katholicós[2], a quien se considera como el jefe espiritual supremo de todos los armenios. Luego de la cristianización de Armenia y durante largos períodos, los sucesivos Katholicoses y patriarcas asumieron la función de representar políticamente al pueblo armenio ante las autoridades de otros estados.
Con relación a la singularidad lingüística, el idioma armenio es de origen indoeuropeo y, a diferencia de las opiniones científicas aceptadas en el pasado que la clasificaban como una rama más de las lenguas iranias, hoy se la considera como una lengua euroasiática independiente[3]. Respecto de la escritura, si bien existen evidencias acerca del uso de caracteres cuneiformes en idioma armenio que datan del siglo VI a.C., la identidad armenia reconoce su singularidad textual a partir de la creación -por parte del monje Mesrob Mashdotz en el año 405- de un alfabeto propio de 36 letras iniciales[4], en el cual se advierte una inequívoca influencia de los alfabetos griego, fenicio, siríaco y pahlavi (persa).
Estas tres singularidades de la identidad armenia responden, en mayor o menor medida, a un interrogante filosófico esencial: ¿De dónde venimos? Para los armenios, con una historia varias veces milenaria, étnicamente indoeuropeos, cristianos autocéfalos[5], con lenguaje y alfabeto propio, la respuesta a esta pregunta parece asentarse sobre bases casi inconmovibles. Aun así, todavía quedan por responder las dos preguntas restantes, fundamentales en todo debate identitario. Las preguntas acerca de quiénes somos y hacia dónde vamos los armenios.
Genocidio y diáspora: el discurso de la supervivencia y la reproducción.
El pasado común es la piedra angular de la construcción de la identidad de los armenios. Sin embargo, la matriz identitaria (etnia, credo y lengua) se completa con otros dos elementos constitutivos que sirven para explicar por qué la vida de muchos armenios debió continuar lejos de la meseta de Anatolia oriental y de la Transcaucasia de donde provenían históricamente.
El primero de estos elementos es un hecho disruptivo, brutal, catastrófico: me refiero al genocidio. El elemento restante, directamente derivado del primero, se refiere a la formación de la diáspora. Si bien no es el objeto de este ensayo analizar el genocidio armenio, tema sobre el cual ya abunda una extensa y valiosa literatura, considero necesario hacer un breve comentario al respecto, para poder encuadrar más adecuadamente el problema de la identidad.
Durante siglos, los armenios en el Imperio Otomano fueron sistemáticamente víctimas de matanzas, saqueos y otros actos violentos directamente organizados o consentidos por parte de las autoridades políticas que debían protegerlos. La última matanza relevante antes de que se perpetrara el genocidio de 1915-1923 ocurrió en abril de 1909 durante el sultanato de Abdul Hamid II y tuvo como epicentro la ciudad de Adaná. En abril de 1915, en cambio, se inició un verdadero y exhaustivo plan de "limpieza étnica" en todo el territorio imperial, incomparable con ninguno de los hechos ocurridos anteriormente, por trágicos que estos hayan sido.
El genocidio de 1915-1923, a diferencia de los pogromos previos, adquirió una magnitud inédita por su escala, por su minuciosa planificación por parte de los más altos niveles estatales y por los dispositivos gubernamentales (recursos y logística, básicamente) que puso en juego el gobierno turco para garantizar su eficacia. Pero, también, por las repercusiones que tuvo ante la comunidad internacional y la opinión pública occidental.
Como lo señalé antes, no pretendo en este artículo referirme los aspectos jurídicos y sociológicos del genocidio, sino circunscribirme a aquellas referencias que considero relevantes en relación con la cuestión de la identidad. Al respecto, encuentro dos aspectos que pocas veces han sido tenidos en cuenta en los estudios sobre el genocidio armenio en particular.
En primer lugar, debemos advertir que en toda "solución final" que implique el exterminio completo de un pueblo subyace en los genocidas un deseo imaginario cuya satisfacción es imposible: hablo de la imposibilidad fáctica de exterminar un pueblo hasta su último vestigio, lo que convierte al genocidio en un acto de frustración insalvable para quien lo perpetra. ¿Por qué un genocidio se torna en un imposible? Porque cada vez que una tribu, un pueblo o un estado llevó a cabo un crimen semejante contra otro, no pudo evitar que hubiera sobrevivientes. Y son los sobrevivientes quienes llevan consigo un arma poderosísima que es, precisamente, el que se pretendió destruir a través del genocidio: la memoria.
En segundo lugar, una vez que un genocidio llega a su fin (las causas del cese de acciones de exterminio pueden ser de muy variada índole) los sobrevivientes del pueblo agredido -generalmente muy pocos en relación con la cantidad de muertos- se ven obligados a huir, a dispersarse. Este es, precisamente, el acto fundacional de la diáspora, pero ese acto lleva consigo dos atributos que acompañarán y marcarán a las generaciones sucesivas: un implícito sentimiento de culpa por haber sobrevivido y, paralelamente, el deseo de que una tragedia semejante no sea jamás olvidada.
En las diferentes comunidades armenias que conformaron los sobrevivientes del genocidio es posible verificar el mismo patrón sociológico. Una vez establecida en los países de refugio, la generación sobreviviente tendió a reagruparse con fines cooperativos aunque, generalmente, evitó hablar de lo ocurrido. En lugar de ello, asumieron que su principal y más urgente tarea era la reproducción, tanto biológica como cultural; esto es: tener una extensa descendencia que compensara, de algún modo, la enorme pérdida de vidas producidas por el genocidio y recrear, en la medida de sus posibilidades, sus hábitos de vida originarios (idioma, cocina, música, etc.).
La generación siguiente, la de los primeros armenios nacidos en el exilio, fue educada en el concepto central de la autoconservación (inknabashbanúm). Para esos primeros armenios de la diáspora (en especial, los que se establecieron en Siria, el Líbano o Irán) la autoconservación implicaba estar siempre prevenidos y rechazar toda vía que implicara su integración a la comunidad receptora. Precisamente, en los años inmediatamente posteriores al genocidio nació y se afincó entre los armenios de la diáspora un concepto que mantuvo su vitalidad al menos hasta fines de la década de 1960: la masacre blanca (djermak chart), una brutal metáfora que ponía su acento en la necesidad de evitar cualquier forma de integración familiar entre armenios y no armenios.
En aquellos años, los matrimonios mixtos (además de infrecuentes) eran severamente censurados por la comunidad y el temor de los miembros de la comunidad a perder sus lazos culturales y afectivos con ella se convirtió en un instrumento exitoso para fijar y mantener la frontera que toda identidad necesita entre "nosotros" y "los otros". Aún hoy, a casi un siglo de distancia, sobreviven algunas reminiscencias de ese lejano tiempo: en nuestra comunidad en particular se sigue utilizando el término castí para designar a toda persona que no es de origen armenio. Esta palabra no se encuentra en el diccionario, pero posiblemente derive del término castierén, "en castellano".
Aquellos primeros armenios nacidos en la diáspora fueron educados en los ritos, las costumbres y el idioma que trajeron sus padres y abuelos al huir del Imperio Otomano. Fue esta generación la que creó las bases de las instituciones comunitarias que aún perduran. Paulatinamente, y de la mano de una creciente e inusual prosperidad económica, estos armenios fundaron clubes, centros patrióticos, colegios, periódicos. También recrearon, en las diversas colectividades que se formaron alrededor del mundo, las organizaciones políticas existentes antes de la "Gran Tragedia". Ya hablaré sobre ellas más adelante.
Sin embargo, muchos armenios de aquella primera generación nacida y criada en la diáspora también debieron afrontar sus propias tragedias: por ejemplo, la segunda guerra mundial. En el caso de la Argentina, en los años que sucedieron a la posguerra (1946-1950) llegaron al país numerosos contingentes de armenios provenientes de Grecia, Bulgaria o Rumania mientras que en otras comunidades -principalmente las de Medio Oriente- muchos armenios respondieron con entusiasmo al llamado internacional del gobierno soviético de Armenia para ir a repoblar su territorio.
En aquellos agitados años de la posguerra se produjo la paulatina incorporación de nuevos conceptos -inexistentes hasta entonces- al discurso identitario armenio mientras que otros fueron perdiendo intensidad y capacidad explicativa. En primer lugar, menciono el término "genocidio" (ցեղասպանություն, tseghasbanutiún) que reemplazó y desplazó de sus usos coloquiales a los términos "gran masacre" (մեծ եղեռն - Medz ieghern) o "gran matanza" (մեծ ջարդ- Medz Chart). Sucedió de una manera similar con el significante "diáspora" (սփյուռք - spiurk) que fue suplantando en el discurso identitario al término "exilio" (աքսոր -aksor) utilizado hasta entonces por los sobrevivientes del genocidio y por sus hijos. Esto sucedió de este modo por la sencilla razón de que las palabras Genocidio y Diáspora recién comenzaron a divulgarse en el mundo luego de finalizada la Segunda Guerra y en un principio, se circunscribían a los estudios académicos sobre el holocausto judío y la dispersión de aquel pueblo[6].
Apuntar estas sutiles variaciones semánticas resultan útiles por varias razones. En primer lugar, para poner en evidencia que estos dos elementos centrales de la identidad armenia (genocidio y diáspora) son construcciones que solo pueden operarse en el plano del discurso. En segundo lugar, porque esas construcciones relativamente recientes fueron capaces de desplazar con éxito a otras construcciones precedentes. En tercer y último lugar, porque estos desplazamientos y reemplazos ocurren de manera permanente: ante cada época, un concepto puede suplantar a otro en función de los requerimientos específicos de la construcción identitaria de ese preciso momento.
¿Diáspora o diásporas? La tensión entre uniformidad y diversidad.
Ha transcurrido más de un siglo desde el genocidio y la formación de la diáspora armenia. A la generación sobreviviente de esa terrible tragedia la sucedieron, hasta el momento, otras tres generaciones de descendientes que, además de cargar con los mandatos identitarios que les transmitieron sus antepasados, tuvieron que afrontar, cada una de ellas, sus propias vicisitudes.
Hoy los descendientes de armenios que forman parte de la segunda y la tercera generación de la diáspora (hablo de los nietos y bisnietos de los sobrevivientes) organizaron sus vidas en los países que les sirvieron de refugio a sus antepasados, pero en absoluto se consideran a sí mismos como refugiados. Muchos de ellos hoy son profesionales, empresarios, académicos, empleados o funcionarios gubernamentales que están perfectamente integrados a las sociedades en las que nacieron y en las que viven. Otros han decidido marchar hacia otros países, buscando mejores oportunidades económicas. Allí adonde hayan llegado supieron constituir sus familias; muchos de ellos con personas de distinto origen, sin que la comunidad hoy los penalice por ello, como ocurría en el pasado. Y aunque no participen asiduamente de las actividades propias de las instituciones comunitarias existentes en sus países de residencia, o de los rituales religiosos de sus antepasados, se siguen reconociendo como herederos de una identidad definidamente armenia.
Por otra parte, existen poco más de tres millones armenios que viven en su propio país. Como si se tratara de un sueño que era inimaginable para sus antepasados, estos armenios viven en paz en su propia tierra, ya se han acostumbrado a elegir a sus propios gobernantes, practican libremente sus cultos, hablan su propio idioma como les parece, se conectan al mundo mediante teclados que reproducen su propia escritura, producen bienes que pagan con su propia moneda y educan a sus hijos en los valores que ellos mismos consideran trascendentes. Esta Armenia "real" es considerada la "Madre Patria" para los armenios de la diáspora; pero ¿para qué diáspora?
Para ilustrar una respuesta a esta pregunta recurriré a una brevísima historia acerca de los partidos políticos armenios. Aun hoy, en cada comunidad de la diáspora, esta forma específica de representación sigue recayendo en las organizaciones políticas tradicionales que, a su vez, son creaciones preexistentes al genocidio y al nacimiento de la diáspora. Repasemos de manera sucinta cada uno de estos casos.
El Partido Henchakian (PSDH) fue fundado en 1887 en Ginebra por estudiantes universitarios de tendencia socialdemócrata. Más allá de su retórica revolucionaria y obrerista, convengamos que los jóvenes fundadores del partido eran los hijos de una pequeña burguesía económicamente aventajada y largamente afincada en el imperio ruso. Esta pequeña burguesía contaba, sin dudas, con los recursos suficientes como para costear los estudios universitarios de sus hijos en las ciudades europeas más prósperas de aquella época.
El origen de la Federación Revolucionaria Armenia (FRA, Tashnagtsutiún) fue similar en muchos aspectos al del PSDH. La FRA se fundó en Tiflis, Georgia, en 1890, fue socialista y revolucionaria en sus orígenes y desarrolló sus principales actividades políticas e insurreccionales en el Imperio Otomano a partir de agosto de 1896, cuando ejecutaron la espectacular operación que significó la toma del Bank Otoman en Constantinopla.
La Organización Demócrata Liberal Armenia (ODLA, Ramgavar Azadagán) se fundó en Constantinopla en 1921, con la fusión del Partido Armenagán, un sector disidente de los henchakian y miembros del Partido Democrático Constitucional (Sahmanadir Ramgavar). Que la ODLA pudiera fundarse en la capital del Imperio Otomano se debió a la particular situación de que la ciudad se encontraba bajo la ocupación militar británica, hecho que se extendió desde noviembre de 1918 hasta octubre de 1923.
Estos tres partidos políticos "históricos" asumieron la responsabilidad de orientar, formular y canalizar las demandas políticas del pueblo armenio durante todo el siglo XX y cumplieron un rol fundamental como organizadores comunitarios de la diáspora armenia. Sin embargo, ninguno de ellos fue fundado en ningún lugar del territorio armenio histórico, sino que fueron producto de los debates políticos existentes en las comunidades que se fueron formando a partir de los diversos flujos migratorios armenios anteriores al inicio del genocidio.
Estos debates que mencionó tenían características propias pero, al mismo tiempo, reflejaban climas intelectuales más familiares para los armenios. En la realidad de finales del siglo XIX, las comunidades armenias que habitaban en el extenso territorio del imperio ruso recibían la fuerte influencia de una corriente de ideas que provenía de Tiflis, la ciudad más importante del Cáucaso en aquel entonces. Allí, en 1858, se publicó la primera edición (póstuma) de "Herida de Armenia", de Jachadur Apovian y en 1872, Krikor Arzruní fundó el periódico liberal "Mshag" (agricultor) del que colaboró su amigo y discípulo, el novelista Raffí (Hagop Meilikián). Sin cometer un exceso, bien podría decirse que la literatura armenia moderna nació y se desarrolló en esa ciudad de la Transcaucasia.
Para las comunidades armenias de Anatolia, en cambio, la hegemonía intelectual se ejercía desde Constantinopla, la capital imperial y cosmopolita que se levantaba entre Asia y Europa. Allí se establecieron y produjeron sus obras un grupo de notables literatos armenios provenientes de las provincias interiores del imperio -Siamanto, Daniel Varuyan y Kegham Parseghian son algunos de esos hombres- quienes, finalmente, fueron deportados y asesinados durante los días iniciales del genocidio.
Existía, asimismo, un flujo migratorio regular de armenios -en su gran mayoría jóvenes- que se dirigían a ciertos focos de Europa para concluir allí sus estudios universitarios. Muchos de ellos elegían establecerse en París o Ginebra mientras otros optaban por Venecia y Viena, ciudades donde se hallaban largamente afincadas las dos ramas de la congregación benedictina fundada por el Abad Mekhitar[7].
En resumen, lo que quiero poner de relieve es que los partidos políticos históricos nacieron fuera de las provincias armenias, tanto en la región oriental como occidental. A la tríada de partidos que mencioné (PSDH, FRA y ODLA) habría que sumar a la sección armenia del Partido Comunista, agrupación que llevó adelante una relevante acción de difusión y de enlace cultural con las autoridades de la ex República Socialista Soviética de Armenia y que, en aun en la actualidad, mantiene una intensa actividad cultural en algunas comunidades.
Todas estas identidades políticas todavía existen y mantienen su influencia, así como aceptables niveles de adhesión, en la diáspora. Por el contrario, en la Madre Patria, ninguno de estos partidos tiene relevancia ni incidencia política alguna: desde que la República de Armenia declaró su independencia (septiembre de 1991) a la actualidad, otros partidos y coaliciones desplazaron a aquellas viejas estructuras de ideas. Algunos de los partidos que he mencionado aún existen en Armenia, pero padecen una crónica sequía de votos que los excluye de cualquier coalición gobernante y su representación parlamentaria es poco menos que inexistente[8]. En el viejo relato identitario, estos partidos eran los depositarios de los genuinos anhelos del pueblo armenio y, una vez que la Madre Patria lograra su ansiada independencia, serían sus conductores "naturales". Han transcurrido casi 30 años y lo que ha quedado en evidencia es que el discurso político de los partidos tradicionales no ha seducido a la ciudadanía armenia, hoy definidamente inclinada hacia ofertas electorales bastante homogéneas el actual sistema político que es hegemónico en Armenia tiene tres rasgos comunes: apelan a una retórica excesivamente nacionalista, son neoliberales en materia económica pero conservadores en lo social. Estos partidos tampoco tienen influencia -ni se la proponen- en la vida cotidiana de los armenios de la diáspora.
Lo que he tratado de explicar recién es que la política -en tanto sistema compartido de ideas y visiones del mundo- ha dejado de ser, para los armenios, un aglutinante de la identidad. Por el contrario, existen al menos dos formas de entender "lo político" que se han ido constituyendo como hemisferios aislados, orbitando cada cual sobre su propio eje.
En los usos del idioma podemos advertir una fragmentación similar a la que ocurre con la esfera política. El lenguaje coloquial que aún se habla en muchas comunidades de la diáspora -sobre todo en los países de Europa occidental y en América- es muy distinto del armenio que siempre se habló en la Madre Patria o en las comunidades directamente influenciadas por ella. Recuerdo que, cuando yo era chico, existía una distinción entre los armenios provenientes del ex Imperio Otomano de los que provenían de Armenia oriental. Se decía que los primeros hablaban terkahaierén -literalmente "armenio turco", un verdadero oximoron- mientras los segundos hablaban rusahaierén, o armenio ruso.
Felizmente, esta distinción ya no existe más en nuestro discurso identitario, sino que aprendimos con los años a referimos a nuestras diferencias idiomáticas en otros términos. Hoy reemplazamos esas odiosas fórmulas y preferimos denominarlas armenio occidental (arevmedian haierén, el ex armenio turco) y armenio oriental (areveleán haierén, el ex armenio ruso).
Por otra parte, era muy común en los primeros años de la diáspora que muchos armenios "occidentales" sobrevivientes del genocidio hablaran habitualmente en turco y que los rudimentos de ese lenguaje se hayan transmitido de generación en generación. Este fenómeno se complejizaba aún más con algunas particularidades identitarias adicionales; por ejemplo, la de los armenios oriundos de Hadjin, portadores de un dialecto que solo ellos hablaban y que, hoy, lamentablemente se ha extinguido.
Todas estas distinciones que señalo producen un ruido molesto cuando se trata de definir correctamente qué significa ser armenio, esa insustituible pregunta que me acompaña hace, al menos, cuarenta años. ¿Qué significa ser armenio? ¿Era lo mismo el significado de "ser armenio" para mis padres que el que tiene para mí, o el que tendrá para mi hijo? ¿Hay una sola forma o, por el contrario, hay muchas formas de "ser armenio"?
Nélida Boulgourdjian, investigadora universitaria argentina de origen armenio, se pregunta en un texto de su autoría si es correcto hablar de "diáspora" o si, en realidad, deberíamos referirnos a "diásporas". Para algunos autores, señala Boulgourdjian (2013) el término debería aplicarse de una manera más restringida mientras que, para otros, su uso debería extenderse a otras realidades. Lo cierto es que, si bien la diáspora es el producto originario de una dispersión forzada de un pueblo, no se agota en el hecho trágico que le da origen sino que ese "estado de dispersión" es capaz de recrear las representaciones pasadas y, a su vez, crear nuevas representaciones, nuevas significaciones. La diáspora, entonces, es una entidad que adquiere su propia autonomía como eje capaz de articular un nuevo discurso sobre la identidad.
... La mayoría de los miembros de las diásporas y de los observadores de la aparente realidad de la existencia, crecimiento, contribuciones y amenazas de las diásporas, ya no aplican el término solamente al fenómeno de las dispersiones históricas china, judía o armenia, ni consideran las diásporas como entidades temporarias de emigrantes voluntarios o exiliados, que han de desaparecer tan pronto la primera o segunda generación se asimilen plenamente a las sociedades receptoras o bien retornen a sus países de origen. Tanto los miembros de las diásporas como los observadores se han dado cuenta que esos puntos de vista convencionales, que se habían reflejado en las conocidas entradas de diccionarios, enciclopedias y otras publicaciones, han obstaculizado y restringido significativamente el alcance del debate sobre el fenómeno diaspórico etno-nacional-religioso en general, y sobre las contribuciones o amenazas generadas por dichas diásporas en sus países receptores. (Sheffer: 2013,6)
Hasta aquí, y con notorias dificultades, he tratado de responder a la segunda pregunta ontológica e identitaria fundamental de este ensayo. ¿Quiénes somos los armenios?
Conclusión. Una identidad para compartir ¿el futuro?
Como vimos, los recursos identitarios armenios pueden asumir una multiplicidad de formas y pueden apelar a muchas construcciones discursivas. La paradoja identitaria es que somos idénticos por encima de las diferencias, pero esto requiere de un proceso que es necesario reconstruir. Toda esta tediosa reflexión me deja, al menos, una pequeña certeza: somos armenios, no porque estemos atravesados por las mismas preocupaciones cotidianas, sino porque ha existido un origen trágico que, en mayor o menor medida nos iguala. Y porque -introduzco ahora un último elemento fundamental- esa génesis trágica (hablo, obviamente, del genocidio) no solo no ha sido reparado, sino que aún es negado.
Todos los demás elementos discursivos sobre la identidad armenia pasan a un segundo plano ante este poderoso hecho. Veamos, si no: muchos descendientes de armenios ya no hablan el idioma; otros ya no visitan a sus muertos, ni cocinan las comidas que solían degustar en la infancia. Existen otros, incluso, que confunden las letras del alfabeto y que ya no entienden lo que leen. ¿Es esto suficiente para afirmar que han dejado de ser armenios, o que nunca lo han sido?
El destino de toda diáspora gira en torno a estas imposibilidades, porque la diáspora misma es, a largo plazo, una imposibilidad: mantener inalterado algo que ha sido fatal y brutalmente alterado no puede sostenerse eternamente. ¿Cómo reparar cientos de miles de vidas arrojadas a la muerte o al exilio? ¿Cómo reconstruir una vida cotidiana simulando que esas ausencias jamás existieron? Las ciencias sociales ya han dicho demasiado sobre el genocidio y la diáspora. También el derecho. Hoy necesitamos que hable mucho más la filosofía y el psicoanálisis al respecto.
Aun así, contra toda probabilidad, existen armenios que se conmueven al escuchar alguna canción, o que son capaces de repetir los versos de un poema sin recordar con claridad cuándo y dónde lo aprendieron. Hoy, en casi cuarenta países del mundo, siguen existiendo personas que relatan, orgullosas, ser descendientes del patriarca Haik.
Este milagro, por llamarlo de algún modo, es producto de un relato, de un discurso que mientras se transmita y mientras sea creíble a la hora de explicar una forma concreta de estar-en-el-mundo, nada podrá detener la posibilidad de que sigan existiendo armenios en todos los rincones del planeta.
¿Hacia dónde vamos? Alguien dijo alguna vez que para buscar novedades, nada mejor que recurrir a los clásicos. Barouir Sevag, ese inmenso poeta armenio tempranamente fallecido, supo resumir la idea mejor que ninguno, con apenas cuatro palabras: "existimos, perduraremos, nos multiplicaremos".֎
Notas:
[1] Cornelius
Castoriadis (Estambul 1922 -París 1997). Filósofo, sociólogo y psicoanalista
greco-francés. "Un mundo fragmentado" es el título de una de sus obras que
reúne textos escritos entre 1987 y 1989.
[2] Etimológicamente, el término deriva del griego (καθολικός) que significa "universal". Muchas otras iglesias de oriente (por ejemplo, la Iglesia apostólica asiria o la Iglesia ortodoxa georgiana) utilizan el mismo término para designar a sus máximas autoridades religiosas. Por otra parte, la Iglesia Católica Romana lleva esa misma designación y con ese mismo sentido, al asumirse como religión universal.
[3] Producto de sus investigaciones (Armenische Studien, 1883 y Armenische Grammatik, 1895), el lingüista alemán Johann H. Hübschmann (1848-1908) demostró que el armenio constituía una rama lingüística autónoma dentro de la familia de las lenguas indoeuropeas.
[4] Recién en el siglo XIII el alfabeto se habrá de completar como lo conocemos en la actualidad, con la incorporación de las letras Օ (o) y Ֆ (f)
[5] El término proviene del griego y significa "con cabeza propia". Designa a aquellas iglesias cristianas cuyo jefe espiritual no responde a ninguna autoridad por encima de ella. Tal es el caso de la Iglesia Armenia, así como ocurre con las iglesias ortodoxas orientales.
[6] La creación del término genocidio es atribuida a Rafael Lemkin, abogado judío de Polonia, quien la creó hacia 1944 para describir el plan de exterminio llevado a cabo por el régimen nazi. Fue utilizado por primera vez en 1945 como tipología específica del derecho penal internacional durante los juicios llevado a cabo en Nüremberg.
[7] Inicialmente, la Orden Mequitarista fue fundada por el Abad Mekhitar en Constantinopla en 1701. Perseguida por las autoridades otomanas se trasladó primero a Metone, en el Peloponeso, y más tarde a Venecia. En 1772, se produce una escisión interna y una parte de los monjes eligen un nuevo abad y marchan hacia Trieste y en 1810 se establecen en Viena. En el año 2000, en vísperas del tercer centenario de la fundación de la Orden, ambas ramas se reunificaron.
[8] El único partido tradicional que aún conserva alguna fuerza electoral en la Madre Patria es la FRA, que en las elecciones de 2018 obtuvo 48.816 votos (menos del 4% de los votos). La mejor elección parlamentaria de la FRA en la historia de la segunda república fue en 2017, cuando obtuvo 7 bancas (103.148 votos, 6,5% del total de votos positivos) sobre las 131 plazas que componen la Asamblea Nacional de Armenia, el parlamento unicameral del país. Sin embargo, en el Líbano, la distribución de bancas por minoría religiosa permite que la FRA y el PSDH tengan derecho a 2 bancas por cada partido, en tanto que a la ODLA le corresponde una banca. El parlamento libanes tiene 128 bancas en total. La FRA integra el bloque oficialista en tanto que el PSDH y la ODLA forman parte de la oposición.
Bibliografía:
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Jáuregui, I. y Méndez, P. (2007) "Microidentidades colectivas: nuevas formas de no-ser", en Berceo, 153, 27-42.
Sheffer, G. (2013). "¿Quién le teme a las diásporas y por qué?", en Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, 219 (septiembre-diciembre 2013), 225-240