Artsaj: guerra y política en el Cáucaso meridional.
Escribe: Rubén Manasés Achdjian
Los seres humanos establecemos un profundo vínculo con aquella porción de tierra en la que nos asentamos, nos reproducimos, vivimos y morimos. No es casual, entonces, que la tierra sea el concepto que denomina a nuestra especie: nos llamamos humanos porque procedemos del humus.
Sin embargo, en el idioma de la geopolítica, este vínculo adquiere otras connotaciones y la tierra se convierte en un recurso para el ejercicio del poder. La historia registra una larga reiteración de hechos relacionados con la conquista de territorios, la expansión artificial de las fronteras, el éxodo forzado de pueblos y el repoblamiento artificial luego de cometidas "limpiezas étnicas" o genocidios, todos actos habituales que fueron llevados a cabo tanto por las primitivas formas de organización política como por los estados más civilizados del mundo. No hay nada nuevo bajo el sol, incluso en lo que concierne a la guerra que hoy mantienen armenios y azeríes por el control territorial de Artsaj; guerra que constituye un capítulo más en un largo conflicto que ya lleva más de un milenio de antigüedad.
En el lenguaje habitual del análisis estratégico, todo "conflicto" se articula en torno a la existencia de intereses y actores. El "interés" se define como un objeto que está situado en cierto espacio y que tiene un determinado valor para los actores que se disputan su posesión o su control. Este objeto puede ser real (tangible) o simbólico (una idea o un elemento intangible). El principal interés en el conflicto armenio-azerí es un objeto de existencia real (el territorio artsají, un área de 11.460 km2 ) que se encuentra ubicado en un espacio geográfico concreto (el Cáucaso meridional), con actores que disputan su posesión (armenios y azeríes) y que le asignan a dicho objeto un muy alto valor recíproco (ese objeto es irrenunciable para los dos actores que se lo disputan) y su eventual posesión está planteada en términos excluyentes (ninguno de los dos actores está dispuesto a compartirlo con su rival). Hasta aquí, la trama del conflicto, desnuda y sin ninguna otra apreciación subjetiva o emocional. Resta, de aquí en adelante, analizar otros elementos que, a mi juicio, son relevantes para comprender el problema analizado.
El origen.
La presencia de una población armenia estable en Artsaj viene del tiempo del Reino Urartú (siglos XI a VII a.C.). En tiempos del Reino de la Gran Armenia (190 a.C. - 165), Artsaj fue una de sus provincias (nahank) y esta situación continuó luego de que el Imperio Romano sometiera al reino. Cuando los árabes capturaron Tvin (639) y establecieron allí la capital del Emirato armenio, la provincia quedó bajo esa jurisdicción. Dos siglos más tarde (884), el emirato se disolvió y Artsaj se anexó al Principado armenio de Jachén y, más tarde, formó parte del reino Pakraduní (884-1045). En resumen: la presencia de población armenia permanente en Artsaj es un hecho de muy antigua data debidamente probado por la historia.
La presencia azerí en Artsaj es, en cambio, mucho más reciente. Los azeríes -que en la actualidad constituyen la segunda rama más numerosa de los pueblos túrquicos, luego de los de Turquía- no son una etnia originaria del Cáucaso, sino que llegaron allí en el siglo X desde el norte del mar Aral con las invasiones seléucidas. En el siglo X, los turcos seléucidas -antecesores directos de los otomanos- conquistaron Asia Central, buena parte del imperio persa y la Anatolia hasta que, en su marcha hacia el oeste, lograron capturar Constantinopla en 1453 y establecieron allí su imperio.
A diferencia de las tribus seléucidas que se afincaron en el actual territorio de Turquía, la corriente principal de los azeríes fue conformada por tribus túrquicas que decidieron detener su marcha hacia occidente y establecerse en el Cáucaso. Existe, además, una segunda corriente de azeríes -unida a la principal por lazos culturales, aunque no lingüísticos- que desciende de las tribus iranias que fueron progresivamente conquistadas y asimiladas por los seléucidas. Estos azeríes viven actualmente en el sudeste de Azerbaiyán y no hablan el oghuz (el idioma coloquial hablado en Turquía o Azerbaiyán), sino el talish, una variación de la lengua iraní.
Además de los aspectos que hacen a la heterogeneidad lingüística y étnica, la identificación de las tribus túrquicas con el islam produjo un intenso choque cultural con las poblaciones preexistentes en la región (armenios, georgianos, rusos, abjasios y osetios) que expresaban la fe cristiana.
En los siglos sucesivos las diferencias étnicas, lingüísticas y religiosas entre armenios y azeríes dieron origen al conflicto insalvable que arrastramos hasta nuestros días. Salvo en ciertos momentos de la historia en los que alguna potencia poderosa de la política internacional o regional logró forzar la paz entre ambos pueblos -Roma, Bizancio, el imperio ruso, los gobiernos occidentales o la Unión Soviética, por ejemplo- el conflicto escaló al punto del mutuo rechazo a sostener una convivencia armónica en una misma geografía, lo que queda expuesto en el actual escenario.
El punto de no-retorno a una convivencia pacífica no se originó, como opinan algunos analistas, con la secesión de Artsaj de noviembre de 1991 -hecho que dio origen a su independencia de facto- sino que tuvo lugar algunos años antes, en febrero de 1988, en Sumgait. Allí, la población azerí (con la complicidad policial) inició una ola de masacres y saqueos contra la población armenia y el (hasta entonces) eficaz aparato represivo del régimen soviético utilizado una y otra vez para asegurar "la paz y la amistad entre los pueblos" falló y fue desbordado por el fanatismo azerí. Si bien la cifra oficial de víctimas fue de 26 armenios asesinados -fuentes extraoficiales hablan de 200 o más- el Pogrom de Sumgait marcó la imposibilidad definitiva de que ambos pueblos pudieran convivir en paz: el resultado inmediato de Sumgait fue el éxodo de 20.000 armenios que abandonaron definitivamente la ciudad hacia otras latitudes más seguras.
El retorno de los proyectos neoimperiales.
Otro elemento central de este conflicto es el surgimiento de los proyectos políticos neoimperiales que parecen reeditar tensiones implícitas originadas hace más de un siglo atrás. En el escenario político mundial, el fin de la primera Guerra Mundial trajo como novedad el colapso de cuatro importantes imperios que habían tenido relevancia desde la segunda mitad del XIX en adelante: el austrohúngaro, el alemán, el otomano y el ruso. A diferencia de los dos primeros, de creación bastante reciente hacia 1918 -Austria Hungría se fundó en 1867 y Alemania en 1871- los imperios otomano y ruso eran mucho más antiguos y vivían en proceso de descomposición.
El imperio otomano fue creado en 1299 por el sultán Osmán I y se disolvió legalmente en noviembre 1922 cuando Mustafá Kemal abolió el sultanato aunque, en realidad, ya se había disuelto de facto en octubre de 1918 con la firma del Armisticio de Mudros. El imperio ruso, por su parte, fue proclamado por el zar Pedro I en 1721 y se disolvió en noviembre de 1917 cuando los bolcheviques tomaron el poder y crearon el Soviet de Comisarios del Pueblo.
Bajo regímenes imperiales o republicanos, Rusia y Turquía mantuvieron una infinidad de conflictos militares en una "frontera caliente" que divide a ambos estados y que se extiende hacia el sur del Mar Negro y el Cáucaso. Aun hoy en día, los conflictos en esta región obedecen, en mayor o menor medida, a los intereses estratégicos de uno y otro. La guerra en Artsaj es la prolongación de los intereses que menciono y no es casual entonces que, ante cualquier maniobra que implique una escalada en el conflicto armenio-azerí y o en la seguridad en el Cáucaso, la comunidad internacional vuelva sus ojos hacia Moscú o hacia Ankara.
Precisamente, en el escenario internacional, la novedad surgida y consolidada desde el colapso de la Unión Soviética a la fecha fue el renacimiento de dos proyectos políticos que se piensan a sí mismos en clave neoimperial: la Rusia de Putin y la Turquía de Erdogan, que intentan recrear sus "antiguas glorias imperiales" perdidas luego de la primera Gran Guerra. Estamos hoy ante dos proyectos neoimperiales limítrofes y embarcados en una competencia en la cual Recep Erdogan ha tomado la iniciativa ante la pasividad de Vladimir Putin. Un primer escenario de enfrentamiento entre los proyectos neoimperiales turco y ruso ya tuvo lugar cuando estalló la guerra civil en Siria (2011) y la guerra actual en Artsaj podría ser considerada, sin exageración alguna, como una de sus naturales prolongaciones.
El hinterland turco
El neoimperialismo de Erdogan apela a resucitar el viejo proyecto panturquista de reunir bajo una misma autoridad pluriterritorial a todos los pueblos que reconocen un pasado común, articulando una especie de Commonwealth tuco que se extienda desde Estambul hasta las fronteras de Mongolia. El proyecto panturquista no es nuevo, sino que nació a fines del siglo XIX de los debates ideológicos de la intelectualidad turca y azerí y hoy parece renovarse detrás de la idea de unir al "mundo turcoparlante" en un amplio hinterland -un espacio de influencia política, económica y cultural- conducido desde Ankara.
Para el panturquismo del siglo XXI, Armenia y Artsaj representan dos obstáculos insalvables para su éxito. La última ofensiva azerí sobre Artsaj fue inicialmente pensada como una operación relámpago (similar al blitzkrieg alemán sobre Polonia, en 1939) que lograra resolver en pocos días una situación estratégica adversa en los últimos 25 años. La resistencia militar armenia y las acciones de difusión internacional llevadas a cabo desde la diáspora impidieron hasta el momento el éxito del plan relámpago turco azerí.
Que la coalición panturquista haya aprovechado la coyuntura de la pandemia para lanzar su ataque masivo contra los armenios no debería sorprendernos. De no ser ahora, ¿cuándo lo hubiesen podido llevar a cabo? La estrategia turco azerí consistía, precisamente, en aprovechar la parálisis mundial impuesta por la pandemia para recuperar los territorios a través de una operación militar fulminante. Las potenciales ganancias que podría obtener Azerbaiyán de una rápida victoria son más que evidentes. Para Turquía, en cambio, un éxito miiltar inminente de sus aliados en Artsaj le permitirá ocupar un lugar relevante en la economía y la diplomacia de la pospandemia, porque en esto consiste la visión neoimperial de Erdogan: constituir a Turquía como un actor relevante del sistema internacional que se avecina.
La geopolítica del petróleo: Turquía, Rusia y la Eurozona.
La geopolítica del petróleo -así lo denomino- es otro elemento relevante que encuentro en el conflicto y tampoco es novedoso: data de la segunda Revolución Industrial (c.1860-1914), cuando se produjo un giro copernicano en el paradigma productivo y energético del capitalismo occidental: la producción capitalista, hasta entonces basada en la energía del vapor, evolucionó hacia una economía dependiente del petróleo. En este contexto, el descubrimiento de abundantes yacimientos hidrocarburíferos en el Cáucaso y la Mesopotamia internacionalizaron problemas que hasta entonces solo formaban parte de los asuntos internos de los imperios ruso y turco.
Finalizada la Primera Guerra, emergieron en el Cáucaso algunas efímeras entidades políticas que fueron consecuencia directa del colapso del imperio otomano y de la injerencia extranjera en la región: la Comuna de Bakú, la Dictadura del Caspio Central, la Federación Transcaucásica y la República armenia montañosa de Siunik, por ejemplo. El triunfo de la revolución bolchevique, por su parte, no logro estabilizar los conflictos en la región sino que los intensificó aún más. Todos estos conflictos políticos surgidos en el Cáucaso entre 1918 y 1921 tuvieron un común denominador: ese intenso, casi indisimulable, olor a petróleo.
Un siglo más tarde, la situación no parece haber cambiado demasiado. Ante la guerra actual en Artsaj, la Unión Europea mantiene una actitud distante y la razón es evidente: la Eurozona depende fuertemente del abastecimiento de petróleo azerí, que viaja desde el Cáucaso hasta los principales centros industriales y urbanos del viejo continente a través del oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan (BTC). El BTC tiene 1.770 kilómetros de extensión y es el segundo oleoducto más largo del mundo, luego del Druzhba, construido por la Unión Soviética en 1964 para transportar petróleo desde los yacimientos de Asia Central hasta los países de Europa del Este.
El BTC fue construido entre 2002 y 2005 y tuvo un costo de U$S 3.900 millones, que fueron aportados en gran parte por capitales europeos asociados con el Estado azerí y con el aval de los EEUU y la Organización para la Cooperación y Seguridad Europea (OSCE). En la visión estratégica de finales del siglo XX -cuando se pensó construir el BTC-, una alianza petrolera con los gobiernos turco y azerí les iba a permitir a los países europeos reducir el grado de dependencia energética que mantenían con Rusia. Hoy desde Azerbaiyán se transporta un millón de barriles diarios de petróleo crudo a Europa.
La ruta del petróleo azerí parte desde sus pozos, viaja hasta el puerto de Sanchagal -sobre el Mar Caspio, a 455 kilómetros de distancia de Bakú-, cruza el territorio georgiano y, desde allí, prosigue su marcha hasta Ceyhan, en la provincia de Adaná, a orillas del Mar Mediterráneo. En Ceyhan, puerto turco situado en el golfo de Iskenderun, el petróleo azerí es embarcado y sigue su rumbo hacia diversos puntos de Europa.
Como dije antes. La guerra en Artsaj tiene mucho olor a petróleo azerí. Y el silencio europeo, también.
Frente externo, frente interno.
Otra razón que explica por qué Turquía y Azerbaiyán optaron este momento para reiniciar la guerra en Artsaj obedece a la compleja situación política interna en ambos países. El gobierno de Erdogan ha venido estableciendo fuertes restricciones a las libertades civiles y políticas, lo que incluye la persecución a medios y políticos opositores, entre ellos a Garo Paylán, diputado de origen armenio ante la Gran Asamblea Nacional por el opositor Partido Democrático del Pueblo (HDP).
Otro tanto ocurre en Bakú, donde el régimen hereditario y corrupto de Ilham Aliyev atraviesa su peor momento de popularidad, lo que ha llevado al opositor Consejo Nacional de Fuerzas Democráticas a organizar protestas callejeras desde octubre de 2019. Hasta el momento, la solución en uno y otro caso fue recurrir al uso intensivo de la represión estatal.
Los actuales gobiernos turco y azerí son motivo de fuertes cuestionamientos por parte de las fuerzas oposición y de amplios sectores de la opinión pública. Una victoria militar en Artsaj les permitiría tanto a Erdogan como a Aliyev recuperar niveles de popularidad que, hasta el momento de ordenar el ataque militar, estaban en claro descenso.
¿Autodeterminación popular o soberanía formal?
En muchas ocasiones el derecho internacional ha respondido mejor y más eficazmente a las necesidades de procurar ciertos equilibrios entre las potencias militares del mundo antes que a satisfacer las aspiraciones genuinas de los pueblos.
En Artsaj, el 94% de la población es de origen armenio y la azerí es hoy inexistente. Ante esta evidencia, el derecho de la población armenia a su autodeterminación política -anexándose a la República de Armenia o, en su defecto, declarando su independencia- resultaría ser legítimo.
Sin embargo, esto no resulta tan claro desde la fría jurisprudencia del derecho internacional y esto es lo que lleva a los azeríes a reclamar la soberanía efectiva sobre un territorio del cual, como ya vimos, no son originarios y que en la actualidad tampoco habitan. Ese reclamo se funda exclusivamente en aspectos formales que les ha otorgado un derecho internacional caduco y que hoy pretenden afianzar mediante el uso de la fuerza militar.
La soberanía que reclama Azerbaiyán tiene un antecedente legal y es la de la creación del Oblást (región autónoma) de Nagorno Karapagh en julio de 1923 y la cesión de su soberanía a la extinta República Socialista Soviética de Azerbaiyán.
La decisión adoptada por el gobierno soviético en 1923 obedecía a los lineamientos generales de su política de nacionalidades, por un lado, y a las crecientes tensiones diplomáticas con Turquía, por otro. En esos años, en la línea estratégica del Partido Comunista de la Unión Soviética, conducido por Stalin, aún se consideraba factible un futuro triunfo comunista en Turquía (razón que aconsejaba dar signos de distensión) y, en lo inmediato, era vital satisfacer la necesidad de sostener la economía de la revolución con el imprescindible petróleo abastecido desde Bakú. En ese contexto, Artsaj fue la moneda de cambio de la estrategia soviética y no "un capricho de Stalin" como sostienen algunas opiniones ingenuas.
Aun así, la decisión adoptada en esos años terminó creando un problema importante de derecho internacional que hoy parece imposible de resolver sino por el recurso de las armas o por la intervención externa de un árbitro poderoso.
La preeminencia del derecho de autodeterminación que alegan los armenios de Artsaj -en oposición al derecho de soberanía formal que pretenden reinstaurar los azeríes- es muy similar al argumento que alegan otros diez estados en el mundo que, hasta el momento, no han logrado obtener el reconocimiento internacional a sus respectivas soberanías. Desde el extremo opuesto, también resulta por demás evidente que el único derecho que se atribuye Azerbaiyán para legitimar su soberanía sobre el territorio de Artsaj surge de una legislación sancionada hace casi un siglo por un Estado que ha desaparecido de la faz de la Tierra.
El reclamo que hoy impulsan sectores de la comunidad armenia de la Argentina para obtener el reconocimiento del gobierno nacional a la independencia de Artsaj encierra complicaciones de orden jurídico que no se pueden soslayar en este análisis: si nuestro país se pronunciara sin reparos en favor del principio de autodeterminación de los pueblos como fuente legítima de soberanía, estaría habilitando indirectamente a los pobladores británicos de Malvinas a demandar una solución idéntica al problema de las islas. De allí el sugestivo silencio de la cancillería argentina sobre el problema jurídico planteado, pese a la amplia predisposición oficial para brindar ayuda humanitaria y a la notoria simpatía que expresa la sociedad argentina hacia los armenios que viven en ella.
Lo inmediato.
Desde el inicio de la guerra, las comunidades y organizaciones de la diáspora armenia han comenzado a desarrollar intensas campañas propagandísticas que, por el momento, están incidiendo favorablemente en el objetivo de instalar el conflicto en la agenda de los principales temas de la opinión pública a nivel internacional.
Muchas veces el entusiasmo supera a la coordinación minuciosa y necesaria que debería existir entre todas estas acciones. En lo personal, considero central que el objetivo excluyente es este momento es lograr el inmediato cese del fuego y la retrocesión del conflicto a la situación que existía al 27 de septiembre, y que ambos puntos sean garantizados en términos efectivos por los tres países que copresiden el grupo Minsk (Estados Unidos, Francia y Rusia).
Algunas fuentes confiables estiman que mantener la guerra en Artsaj tiene un costo diario de 30 millones de dólares, un esfuerzo financiero imposible de sostener indefinidamente, tanto para los gobiernos armenio y artsají como para el entusiasmo voluntarista de la Diáspora. Por el contrario, ese costo es perfectamente asumible para la alianza política y militar turco azerí.
Junto con ello, resulta claro que la estrategia de los agresores es la de dilatar el cese del fuego hasta lograr torcer por la vía militar la situación previamente existente -esto es, que las fuerzas de la defensa armenia se repliegue y que Azerbaiyán controle el territorio artsají para luego abrir un interminable proceso de negociación diplomática que, en paralelo, irá acompañado de una feroz limpieza étnica y del repoblamiento en la región.
Detener inmediatamente la guerra-antes que Azerbaiyán controle nuevas posiciones- hoy es un objetivo que tiene tanta importancia estratégica como una victoria militar. Hoy detener la guerra significará haber preservado nuestro mejor recurso que, aunque escaso, es el que nos ha permitido como pueblo sobrevivir miles de años, aún frente a adversidades aparentemente insuperables, como el Genocidio: hoy detener la guerra significa salvar la vida de muchos armenios.
Por la vida de cada armenio que logremos salvar, ganaremos
un minuto más de existencia en la rueda de la historia humana. Detrás de este
objetivo, la diáspora deberá estar dispuesta a llevar a cabo todas las acciones
unificadas que considere vitales. Sin voluntarismo, sino con un entusiasmo
realista.