La teoría circular del tiempo

10.09.2020

Escribe: Augusto Manuel HANIMIAN 

Hace unos días, mientras hacía mi caminata matutina, escuché un podcast de filosofía acerca del tiempo.

Uno de los principios que enumeraba, que me dio muchas vueltas en la cabeza, era acerca de que el pasado solo existe en nuestra memoria, muy voluble y subjetiva. El presente está delimitado por la capacidad de nuestros sentidos y el futuro por los de nuestra imaginación.

Fue como si de repente hubiese descubierto que la tierra no era plana sino redonda.

El tiempo no es lineal sino dimensional donde principio y fin se tocan infinitamente

Por esos días también recibí una propuesta de un buen amigo, de esos de toda la vida, que me invitaba a viajar al pasado.

Terrible propuesta para mí, acostumbrado a dejar el pasado arrasado. Como Atila y la tierra donde pisaba su caballo.

Luego de varios meses de darle vueltas me decidí a hacerlo, a buscar en los rincones más oscuros de mi memoria un pasado lejano, muy lejano. Cuarenta años suenan a conquista del Everest.

En fin, todo vale cuando es posible doblar el tiempo y lograr que a esos amigos que tanto quise allá en el pasado, los pueda disfrutar hoy con la misma intensidad.

Me siento como cuando se corta la luz en medio de la noche y uno intenta encontrar la linterna salvadora que nos guíe por cada rincón de la casa. Tropiezos y más tropiezos. Y la linterna no aparece.

Pero como por arte de magia, pequeños destellos van guiando el camino. Sensaciones dulces, sentimientos amargos, algunos dolorosos... De a poco voy encontrando el camino, las luces se multiplican. Y a lo lejos puedo ver un gran destello, casi enceguecedor. Duele al acercarse. Son los ideales de mi primera juventud.

Un momento escondido durante cuatro décadas en las cavernas de mi memoria, cuando era capaz de darlo todo por una causa.

Aparece una imagen de un salón del Centro Armenio lleno. Mantas, ropas, alimentos, medicamentos... Y ahí estoy yo, seleccionando los medicamentos. Eran los días posteriores al terremoto de Spitak y todos en aquel salón nos movíamos desenfrenadamente para poder juntar la mayor ayuda posible. Luego de tantas historias, tantas lecturas, era el momento de poder casi tocar un ideal llamado Armenia.

Trabajamos días enteros, con sus noches. El avión ya casi estaba por salir, se rumoreaba acerca de la selección de posibles candidatos para viajar con todo lo juntado.

La ilusión me llenó de alegría. Quizás podría finalmente materializar tantos ideales. Las palabras de tantos años ya sobraban. Había llegado el momento de ponerme en acción.

Pero ese no era mi día. Tocaba seguir esperando.

Este vago recuerdo me hace saltar rápidamente a otro, muchos años más tarde, ni idea cuántos.

Me encuentro en un bosque de nogales, manteniendo una conversación con un pastor. Él me explicaba cómo la cascaras verdes de la nuez servían para desinfectar mis heridas. Muy amablemente me las pasaba para que cubriera mis rayones, producidos por medio día de mountain biking. Me encontraba a pocos kilómetros del Lago Sevan, en Armenia. Un lugar mágico que me había acercado a ese pastor anciano que me conectaba con todo mi ser. Una sensación irrepetible que estaba bien guardada en mi memoria.

Y de ahí, una vez más mi memoria salta a otro encuentro. Rodeado de "hachkars", una anciana se me acerca ofreciéndome artículos de crochette, con su mano extendida. Recuerdo sólo mirar en sus ojos y estremecerme. Allí en Noraduz, uno de los cementerios más antiguos, sólo puedo pensar en la luz de la vida, esos ojos hablaban de sobrevivencia.

Uno a uno voy saltando de recuerdo en recuerdo. Del partido de fútbol que jugamos con unos niños en Dilijan, absorbiendo toda esa alegría e inocencia. De noches largas, con veteranos de la Guerra de Artsaj, absorbiendo valentía y amor a la vida.

En uno de esos saltos aparezco frente a una placa de mármol negra con la palabra "Malatya" grabada. Estaba en Tsitsernakapert. Y nuevamente la memoria me lleva a otra imagen. Veo a un niño jugando en un campo de amapolas. Sí, era mi abuelo Hagop y empiezo a recordar parte de su historia.

De cómo siendo el menor de 12 hermanos, su único oficio era jugar por todos los rincones de la hacienda familiar. De las grandes cenas de invierno donde la familia entera comía alrededor del fuego. Del orgullo que sentía por su hermano mayor, el director del Colegio. Y del día terrible, cuando la barbarie se desató sobre su familia.

"Nunca de mis labios saldrán las imágenes que entraron por mis ojos -solía decir- no quiero que tengas ese dolor dentro de ti".

Sólo me contaba de su sobrevivencia. De cómo a los seis años, una familia de peones kurdos de la hacienda, apiadándose de él por ser el menor y único sobreviviente de toda la familia, lo vistieron como niña y lo hicieron pasar como su propia hija para salvarlo.

De cómo sobrevivió aprendiendo a arreglar zapatos hasta lograr, a los doce años, subirse a un barco en Marsella que lo llevaría a Buenos Aires.

Historias de un viaje interminable, con un destino desconocido, una lengua impronunciable. Nuevamente despojado de todas sus pertenencias durante el viaje, llegó al puerto de Buenos Aires.

Con sólo una palabra: "zapatos", recién bajado del barco empieza a ofrecer sus servicios.

Fotografía: Augusto Hanimian
Fotografía: Augusto Hanimian

Mientras escribo estas líneas, como rutinariamente lo hago, miro Instagram y me detengo ante la noticia de que la región de Tavush, en Armenia, está siendo atacada por Azerbaidjan. Unos de los ataques más importantes de los últimos años.

Sigo leyendo y la realidad o la percepción de la realidad me genera mucha inquietud. Turquía, aliada a Azerbaidjan, dispuesta a terminar la tarea que comenzaron más de cien años atrás. La ilusión de un gran territorio turco desde el Mediterráneo hasta el Mar Caspio.

Los ataques de estos días no cesan. No sólo en Armenia, sino también en la diáspora, todo indica que son movimientos muy bien orquestados.

Mientras veo las fotos de los casi niños caídos en los ataques y se me endurece el corazón, veo también videos de los residentes de Tavush rehaciendo sus casas y saliendo a trabajar en los campos.

Las amenazas sin embargo son reales. Nuevamente el pueblo armenio se encuentra solo, obligado al compromiso de la sobrevivencia.

Todo huele a historia; todo suena a las vivencias de nuestros abuelos o bisabuelos previas a los años del Genocidio.

Indecisiones, incredulidad, falso sentido de la seguridad.

Y es ahí cuando entiendo que el tiempo es circular y estamos volviendo al punto de partida, como nación, como individuos. Mis propios recuerdos saltan del pasado al presente y del presente al futuro.

Cómo responder, cómo actuar, cómo lograr que principio y fin cambien el punto de contacto.

Cada uno tendrá su propia formula. Somos una nación de diez millones de personas, desparramadas por todo el globo. Hoy tenemos más posibilidades de sobrevivir que hace cien años. Si lo lograron nuestros abuelos con sus manos desnudas, qué no podemos hacer nosotros.֎